[MÚSICA] [MÚSICA] [MÚSICA] Este testimonio fue escrito por una profesora de un colegio público en Bogotá. En la tercera de las 12 sesiones extras que realicé los sábados con un grupo de 15 estudiantes muy difíciles de Ciudad Bolívar, todos ellos con problemas muy serios tanto académicos como de convivencia, sucedió que a los pocos minutos de haber comenzado se presentó un incidente en mi grupo que hubiera sido imposible prever, uno de los participantes, a quien a aquí llamaré Andrés, chuzó con un lápiz a su vecino, a quien llamaré José, y le abrió una herida considerable. En el primer instante mi desconcierto fue total. Me preguntaba, ¿qué debo hacer? ¿Cómo debo proceder? No lo sabía. Pero en lugar de dejarme atrapar por esas preguntas, permití que fuera la intuición la que me guiara. Esa intuición que solo puede intervenir cuando logro conectarme profundamente con la situación a la que tengo que responder para que sea mi sensibilidad la que me guíe sin permitir que ninguna idea preconcebida pueda interferir. Hay que llamar la atención sobre lo siguiente. Ella, sorprendida por este incidente tan grave e inesperado, lo primero que hizo fue preguntarse, ¿qué debo hacer? ¿Cómo debo proceder? Estas son preguntas que casi siempre pretendemos responder con el pensamiento, es decir, analizando la situación. Pero ella en lugar de dejarse atrapar por el pensamiento, acude a su propia intuición. Este fue su primer gran acierto, como veremos. Continúa el testimonio. Así que lo primero que hice fue acercarme a revisar la herida de José e inmediatamente después me dirigí tranquilamente a Andrés, quien se reía burlonamente, como diciendo, aquí no ha pasado nada, y le pregunté, ¿José te ha hecho algo que amerite chuzarlo y herirlo de esa forma? Él contestó enfáticamente, no. Le dije, ¿ves que alguno de nosotros se esté riendo por lo sucedido? Él nos miró a todos y respondió, no. Le pregunté, ¿entonces podrías pedirle perdón a José? Él lo dudó durante unos segundos y luego dijo, sí. Entonces, dirigiéndome a todo el grupo dije en voz alta y firme, Vamos a guardar todos unos minutos de silencio para ayudarle a Andrés a que le pida perdón a José. Y todos guardaron silencio. Pasaron cinco minutos, diez minutos, minutos y Andrés no podía decir nada. Pero su expresión risueña inicial se había transformado en una expresión seria y sombría. Comprendí que él estaba tratando de encontrar la fuerza y la manera de pedir perdón, pero no lograba descubrir cómo hacerlo. Noten que entonces la profesora tuvo la valentía de esperar todo ese tiempo sin intervenir. Gracias a eso se pudo dar lo que ocurrió. Continúa el testimonio. De pronto uno de los estudiantes comenzó a protestar y luego otro y luego otro, todos diciendo cosas como, bueno, Andrés, pida perdón. No friegue más. Apúrele, mire que nos está haciendo perder mucho tiempo. No nos va a dejar hacer el trabajo que vinimos a hacer. Al ver que las protestas se multiplicaban, que Andrés no cedía a esa presión, y temiendo que él terminara pidiendo perdón de manera puramente mecánica para salir del paso, me dirigí de nuevo a todo el grupo y les propuse, bueno, vamos a hacer el siguiente ejercicio. Todos vamos a permanecer con los ojos cerrados y en silencio durante unos minutos más para que cada uno pueda recordar a qué persona ofendió en algún momento de su vida y sabiendo que lo correcto hubiera sido pedirle perdón, no fue capaz de hacerlo. Hubo completo silencio mientras cada uno identificaba la ofensa por la cual pediría perdón. En este punto es importante tener conciencia de dos cosas extraordinarias que se dieron. La primera es el valor y la honestidad que demostró Andrés manteniendo silencio durante tanto tiempo en lugar de pedir un perdón que hubiera sido falso, que hubiera sido el camino fácil. La segunda es la genialidad de la profesora de invitar a los demás estudiantes a que recordaran alguna ofensa que le hubieran hecho a alguien, con lo cual logró que todos se ubicaran en una situación en la que hubieran debido pedir perdón. Continúa el testimonio. Cuando todos estuvieron listos, les dije, ahora vamos a hacer un ejercicio que se llama La línea, un ejercicio muy sencillo en el que yo misma he participado muchas veces como aprendiz. Yo me voy a parar en uno de los extremos de la línea recta que está trazada en el piso con cinta de enmascarar y cada uno de ustedes se parará en el otro extremo, dirá su nombre y caminará sobre la línea mirándome a mí a los ojos todo el tiempo. Cuando llegue justo frente a mí, imaginando que soy esa persona a quien ofendió, me dirá en voz alta el nombre y pedirá perdón haciendo mención de la ofensa que le hizo. Pero mi solicitud de que uno mencionara la ofensa produjo una reacción adversa generalizada. Y me pidieron que les permitiera solo pedir perdón. Acepté su solicitud, pero les pedí que al menos dijeran la fecha aproximada en que había tenido lugar la ofensa. Entonces, una observación. Al solicitarle a todos los estudiantes que mencionaran la ofensa que cada uno había hecho, la profesora logró algo extraordinario, que cada estudiante se diera cuenta de la vergüenza que le daba confesar públicamente la ofensa que le había hecho a otra persona. Continúo el testimonio. Al comienzo, nadie quería pasar. Yo los invitaba de diversas formas, explicándoles que esta era una oportunidad valiosa para que cada uno pudiera asumir la responsabilidad de lo que había hecho. Pero pasaron varios minutos en absoluto silencio que a todos nos parecieron horas por la tensión que el ejercicio había generado en cada uno. Este silencio se rompió cuando uno de los estudiantes dijo en voz alta, es que es muy difícil pedir perdón. Este pronunciamiento disminuyó considerablemente la tensión que se había generado. En ese instante me di cuenta de algo que fue profundamente revelador para mí, que pedir perdón sinceramente para ellos era algo muy difícil y que yo hasta ese momento había supuesto que para todos debía ser una práctica cotidiana normal. En ese momento comprendí la magnitud de la presión que todos habíamos ejercido al comienzo sobre Andrés sin tener en cuenta lo difícil que podía ser para él pedir perdón sinceramente. E inmediatamente compartí esto con el grupo y acordamos que no ejerceríamos ninguna presión sobre nadie y tendríamos mucha paciencia con cada persona que pasara a hacer el ejercicio. Y por fin se paró uno de los asistentes, a quien llamaré Daniel, para hacer el ejercicio conmigo. Y para mi sorpresa, él quiso que yo fuera José cuando hizo el ejercicio. Así que a medida que fue avanzando hacia mí, fue mencionando las formas como él había ofendido a José. Cuando terminó su ejercicio conmigo, le propuse que, aprovechando que José estaba ahí, lo realizara directamente con él. Daniel lo aceptó, caminó la línea con mucha serenidad, y cuando estuvo muy cerca de José, mirándolo fijamente a los ojos, le dijo, José, le pido perdón. Pero José mantuvo total silencio. Al ver que no había podido decir nada, le pregunté, José, ¿tú crees que Daniel te está pidiendo perdón sinceramente? Él respondió, sí, él lo está haciendo sinceramente. Le pregunté, ¿le aceptas el perdón? A lo que José respondió, no, no puedo aceptarle el perdón. Y acto seguido, comenzó a reclamarle a Daniel con mucha vehemencia que desde hacía you mucho tiempo él buscaba permanentemente todas las oportunidades para ofenderlo, para burlarse, para ponerle apodos, para hacerlo quedar mal ante los demás, y muchas otras cosas. Fueron unos minutos de una intensidad indescriptible. Y cuando terminó, entró en absoluto silencio durante varios minutos, hasta que yo le pregunté a Daniel, ¿es verdad lo que dice José? Él respondió, sí, es verdad. Y mirando a los ojos a José le dijo, y yo le pido perdón por todo eso. Ahí, José aceptó el perdón. Le pregunté a Daniel si para él era suficiente este perdón o si el siguiente lunes de clase podría volver a suceder lo que evidentemente se había convertido para él en un comportamiento habitual. Él miró de nuevo a los ojos a José y, tras unos segundos agregó, como continuando la frase de perdón, no lo quiero volver a hacer. A medida que fueron pasando los demás a hacer el ejercicio, pude ver claramente cómo cada uno tenía que luchar valientemente contra su propia resistencia a pedir perdón. Cuando le tocó el turno a Andrés, él quiso hacer el ejercicio primero conmigo, como si yo fuera José, y luego lo pudo realizar con él, mirándolo directamente a los ojos y reconociendo explícitamente mientras caminaba todo lo que él le había hecho para evitar que José se lo tuviera que recordar. Y José también lo perdonó. Cuando terminó el ejercicio les pedí que se tomaran unos minutos para escribir lo que cada uno había aprendido. Todos escribieron cosas sorprendentes. Pero lo que más me conmovió fue una frase escrita por José. Aprendí que tengo que ser más considerado con los demás. Escribió esto porque en muchas ocasiones él había respondido a las agresiones de sus compañeros con agresiones semejantes y, hasta ese momento, para él, esa forma de responder tenía justificación. El impacto transformador que tuvo este ejercicio en el grupo fue impresionante, las relaciones entre todos mejoraron ostensiblemente y el ambiente que se generó fue de mucha alegría y camaradería entre todos. Y hasta donde sé, ni Andrés ni Daniel han vuelto a matonear a José. Y para mí fue una experiencia emocionante y aleccionadora, pude corrobar que el trabajo más importante que tengo que hacer en mí misma para mejorar como docente y como persona es avanzar en el conocimiento propio para desarrollar así mi conciencia y mi sensibilidad. [MÚSICA] [MÚSICA]