[MÚSICA] [MÚSICA] [MÚSICA] Este es un testimonio escrito por un profesor de un colegio rural en Colombia. En el año 2005 tuve una experiencia con uno de mis estudiantes que jamás olvidaré. Una tarde de octubre llegué al colegio donde trabajaba como docente en un programa de educación formal para adultos, y me encontré con un estudiante de grado décimo que durante muchas semanas se había dedicado a decirme cosas horribles. Siempre que me veía pasar se refería hacia mí en términos ofensivos y desobligantes, todos relacionados con una deformación que tengo en la cara por un accidente que tuve años atrás que casi me cuesta la vida. Él siempre iba acompañado de otros jóvenes que le celebraban su osadía y lo animaban a que siguiera acosándome. Una vez llegó inclusive al extremo de gritarme sus improperios en plena calle. Pero nunca quise abordarlo. Pudo ser por miedo, por falta de autoestima, o simplemente porque pensaba que no valía la pena. Pero la verdad es que todo esto me producía un intenso dolor interno que tenía que soportar solo y en silencio. A nadie le dije nada nunca, y eso me hacía sentir una soledad difícil de soportar; pero con el paso de los días la rabia, el dolor y el desprecio fueron sembrando la semilla de la venganza. Me sentía quizá como esos caballos que, cuando la rabia los domina, se desbocan a toda velocidad sin que nada ni nadie pueda controlarlo. El estudiante, cuyo nombre no recuerdo, estaba esa tarde de octubre recibiendo clase en un salón del primer piso. Yo tenía que pasar a su lado para llegar a las escaleras que me conducían a la segunda planta, en donde se desarrollaban las clases con los alumnos adultos. Al verme, él me gritó las palabras más odiosas y ofensivas con que se deleitaba de hacerme sufrir. Oiga, ¡vuelva al frasco! Quizás él se había dado cuenta de que esas palabras eran las que más profundamente me ofendían. Para mí eran las peores de todas las palabras porque me llegaban hasta los tuétanos y me desajustaban tanto el cuerpo y el ánimo que, sin exagerar, me dejaban exhausto solo al escucharlas. En esa ocasión, you no pude contenerme, y como el caballo que desboca al galope, perdí todo control sobre mí mismo. Entré al salón, y lo primero que hice fue darle un garrotazo en la cabeza con el paraguas que llevaba ese día. Y luego me le abalancé encima y lo golpeé como nunca le había pegado a nadie, con esa fuerza que produce el deseo de revancha. Y todo esto ocurría ante la mirada atónita de la profesora que estaba en ese momento dictándoles clase. Toda mi ira se descargó en ese muchacho, quien para mí se había convertido en el emblema y la personificación de la maldad, de la perversidad. Porque eso era lo que él me representaba. Y no puedo negar que con cada golpe que le propinaba se apoderaba de mí una sensación de placer, de satisfacción, de que por fin me había decidido a hacer justicia. Era la compensación y el resarcimiento por todo el dolor y el sufrimiento tan intensos que él me había causado. ¡El dulce placer que produce la venganza! El caballo finalmente se detuvo en el abrevadero de la satisfacción, y tanto él como yo quedamos heridos en el cuerpo y despedazados en el alma. Ni siquiera nos mirábamos a la cara. ¿Vergüenza? ¿Desconcierto? ¿Indiferencia? No lo sé. Como era de esperarse, este trágico incidente produjo el escándalo público y la desaprobación social junto con las sanciones que el reglamento establecía. Después de las curaciones, el rector del plantel nos reunió a los dos. Yo le expliqué lo que había estado ocurriendo reiteradamente en las últimas semanas, pero el estudiante no pronunciaba ni una palabra, ¡parecía no entender lo que estaba pasando! Solo miraba, absorto y en silencio, los cachivaches que tenía el rector sobre su escritorio. Y yo podía ver en su rostro, que se reflejaba en el vidrio, unos ojos en los que me parecía ver el peso de la culpa. El rector, el coordinador y la orientadora, hablaron por turnos haciendo oportunas reflexiones pedagógicas para disminuir la fuerte tensión que había en la atmósfera. Y por fin, después de mucha insistencia, quizás debido también al cansancio, el estudiante reconoció su responsabilidad como causante de los nefastos acontecimientos que se habían dado. Y yo también acepté la culpa que tenía por no haber seguido el conducto regular establecido. ¡Entonces, llegó el momento del perdón! El rector nos invitó a darnos la mano, a que contribuyéramos ambos a crear la distensión que se requiere para poder sanar las heridas y sosegar el ánimo. Pero yo, sinceramente, lo pensé dos veces porque el dolor había sido muy grande, y las emociones y el resentimiento que se habían apoderado de mí estaban vivos aún. Pero lo hice. Estrechamos nuestras manos, las mismas manos con las que hacía apenas media hora nos habíamos golpeado, y ambos dijimos, ¡perdón! El alumno firmó su compromiso disciplinario, y a él se le suspendió una semana. Por mi parte, me retiré de ese colegio voluntariamente, no con rabia ni frustración, sino con tranquilidad en la conciencia. Pensé que esto era lo mejor para todos. Esta dura experiencia me ayudó mucho a comprender la importancia del perdón en la vida social, a pesar de lo difícil que resulta ser. Hasta ahí el testimonio. Reflexionen, por favor, sobre lo que cada uno puede y debe aprender de esta experiencia tan dura, pero también tan aleccionadora. Son muchas las lecciones que nos da este testimonio, tanto sobre los efectos tan nocivos que puede tener el deseo de venganza, como lo difícil que es pedir perdón. Hagan sus reflexiones recordando momentos en su vida en los que ese deseo de venganza les ha impedido pedir perdón. Les sugerimos que para su reflexión tengan en cuenta lo que nos dice sobre la venganza un gran maestro espiritual, cito al maestro. Devolver herida por herida, daño por daño, e insulto por insulto, solamente se suma a la carga que tendrás que soportar y eliminar en el futuro. Devolver mal por mal, nunca podrá alivianar el peso que tienes que soportar, solo lo hará más pesado. Puede que así obtengas alivio y satisfacción inmediatos, pero solo para sufrir más tarde. Por lo tanto, la fortaleza te instruye para que hagas el bien, incluso a quienes te hayan herido. Hasta ahí el maestro. Pregúntense, ¿consideran que este maestro del colegio logró el verdadero perdón que conduce a la reconciliación? O, por el contrario, ¿se contentó consigo mismo por haber podido vengarse del estudiante? [MÚSICA]